La escasa documentación que se conserva de la Alta Edad Media (S.VIII-X) da testimonio de que las personas que vivían en aquellos tiempos eran únicamente conocidas por su nombre de pila, carecían de apellidos. Es en el s. IX cuando algunos nobles comienzan a firmar documentos en los que aparece su nombre y acompañándolo el de su padre. Esta costumbre empezará a extenderse al resto de la sociedad en el siglo X. Diversa documentación del s. XI evidencia que, ya en este periodo, cualquier firmante se identificaba con su nombre y un patronímico.
El problema era que este patronímico cambiaba con cada individuo y no se conservaba de generación en generación porque los apellidos no eran impuestos, cada uno escogía el suyo. La gente solía elegir por apellido un mote o aquello que hacía referencia a su procedencia, a una característica propia, su oficio… por lo que no nos ha de extrañar que miembros de una misma familia tuvieran distintos apellidos.
Evidentemente, el caos administrativo era total. Para acabar con este desorden, en 1501 el Cardenal Cisneros emite una ordenanza en la que se obliga a la identificación de las personas con un apellido permanente. Se fijó el apellido paterno para ser el todos los descendientes; sin embargo las mujeres siguieron usando su propio apellido y no el del marido. Podríamos decir que a principios del XVII el apellido tiene más o menos la forma actual.
El apellido doble
El uso del doble apellido (padre y madre) seguramente surgiera como una moda entre las clases altas castellanas y se extendiese al resto de la población en el siglo XVIII, aunque su uso en masa no fuese hasta el siglo XIX.
El hecho de que el doble apellido sirviese para evitar errores y para distinguir a las personas de una manera más sencilla, propició que se incorporase a distintos ámbitos (administrativo, judicial…) y pasase a contemplarse en el Código Civil.
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